Cuando el viajero del tren Zagreb-Rijeka llega a la estación de
Plase, a 618 metros de altitud, se encuentra de pronto con esta
espectacular vista de toda la costa del Adriático en Rijeka, con esa
ciudad al fondo y como horizonte la cadena montañosa litoral de la
Península de Istria. El paisaje es espectacular como lo es también la
obra de ingeniería ferroviaria que se acometió en 1873 para dar salida
al mar por esa zona al Imperio Austro-húngaro. La vía férrea,
especialmente desde Moravice, viene ajustada a la compleja orografía
pero bajar hasta el mar desde Plase en tan corta distancia, es más
propia de un vuelo en parapente que de un trayecto ferroviario. Desde el
comienzo de mi viaje por los Balcanes tenía interés por comprobar qué
llevo al Imperio Romano a establecer aquí un puerto comercial y tras
haber pasado este lugar por las manos de ostrogodos, bizantinos,
lombardos, ávaros, francos, croatas, húngaros y venecianos, finalmente
decidir el Imperio Austro-húngaro enlazarla por ferrocarril con Viena y
Budapest, a pesar de la enorme obra, para dar salida al mar a quienes
durante 52 años rigieron los destinos de toda esta zona de Europa.
229 km separan por ferrocarril Zagreb de Rijeka, trayecto que los trenes recorren en unas 4 horas por lo intrincado de la orografía. Pero a mucha menor distancia de Zagreb está la histórica ciudad de Karlovac, por lo que nos pareció más oportuno dividir el viaje en dos tramos ya que merecía la pena conocer cómo el archiduque Carlos II de Austria paró en ese lugar al imperio otomano construyendo en 1579 una singular fortaleza defensiva a la que dio el nombre de Karlstadt. Hacia 8 años que los turcos fueron vencidos por la Liga Santa, de la que formaba parte España, en la batalla naval de Lepanto, y en Karlovac se les frenó también por tierra. No queda de esa fortaleza más que un parque con su misma figura geométrica. Pero mucha historia hay entre esas verdes praderas.
Karlovac: vestigios del pasado, ruinas del presente, esperanza del futuro
La estación de Karlovac tiene un diseño similar al de otras de este
entorno geográfico, con su largo edificio, su pabellón central y los dos
torreones simétricos en ambos extremos, pero su construcción es de
ladrillo cara vista. Nada más llegar aquí en tren desde Zagreb me di una
vuelta por su interior y descubrí esta vieja fotografía coloreada de
1921, que tiene el encanto de rememorar lo que fue este lugar antaño.
No son muchas las circulaciones de viajeros con las que cuenta hoy
día: sólo trenes regionales con paradas o directos. Sin embargo, sus
largas vías de estacionamiento son ocupadas constantemente por trenes de
mercancías, que utilizan ese corredor del puerto de Rijeka, en espera de
surco para continuar viaje ya que toda la vía es de sentido único.
Incluyo esta foto, tomada en la estación nada más llegar, porque
aquí vemos a un ferroviario dotado de la herramienta que llevan todos en
estos países: un martillo de mango largo con el que van de un lado para
otro para comprobar que el calor no agarrote ningún freno, porque no hay
detectores de cajas calientes por estas tierras. Hacía años que no había
visto esta estampa en otros países y me ha recordado aquellos viajes en
tren de la infancia en España cuando nada más llegar a las estaciones
principales oías los martillazos en las ruedas sin importar la hora del
día o de la noche que fuese. También oí ese sonido en mis primeros
viajes por Europa a comienzos de los años 60. Es una muestra lo que
vemos de que, en algunos aspectos, en el ferrocarril del Este de Europa
y de los Balcanes conviven modernas tecnologías con vestigios del pasado.
A la salida de Zagreb se nota ya el resultado de los trabajos de
modernización del corredor ferroviario. Estos trabajos se llevan a cabo
compatibilizándolo con el tráfico ferroviario, hasta el punto, que vemos
en esta otra foto, donde unos operarios realizan trabajos de pintura en
el puente sobre el río Sava mientras pasan los trenes.
En el trayecto hemos pasado por pequeñas estaciones, en algunas de
las cuales se detiene nuestro tren. En todas ellas el jefe de estación,
tocado con su gorra roja, está vigilante y da la salida a los trenes.
Ya en la estación de Karlovac y con un sol de justicia, nos
disponemos a visitar los vestigios de aquella Karlstadt que, como en
Lepanto, paró los pies al Imperio otomano.
Precisamente, en las proximidades de ese jardín encuentro este
curioso hito con las distancias expresadas en "millas alemanas" desde el
lugar donde se encuentra hasta diversas ciudades, con su nombre latino.
En la parte superior indica que se trata del comienzo de la "Vía
Josefina" que unía Karlovac y Rijeka a través de la localidad de Senj.
Cuando se construyó el ferrocarril no se hizo a través de Senj, lo que
supuso la decadencia de esta pequeña población. La última localidad cuya
distancia se menciona en el hito es Viena.
El centro de la vida ciudadana es su amplia plaza cuadrada con la
iglesia barroca. Aquí tiene lugar el tradicional mercado y se pasean por
ella los pocos habitantes que contiene ya la ciudad histórica. Karlovac
ha venido a menos con el correr de los años. Especialmente desde 1991 su
población disminuyó considerablemente. Lo que no había conseguido los
otomanos lo produjo la Guerra de la Independencia de Croacia. La parte
sur de la ciudad fue repetidamente bombardeada por las tropas de los
rebeldes serbios y muchos barrios del sur incluyendo esta plaza y sus
edificios contiguos fueron arrasados entre 1991 y 1995.
Aunque en estos años el trabajo de reconstrucción ha sido importante, quedan muchos solares vacíos que estuvieron ocupados por escombros y casas deshabitadas porque quedaron muy dañadas en su interior.
No lejos de esa ciudad hay un interesante castillo de nombre Dubovac, cuyos antecedentes se pierden en el pasado pero cuyo actual edificio fue construido en estilo gótico y renacentista por la familia noble croata de los Francopan a quien perteneció durante muchos años.
Llegar hasta él, recorriendo a pie los 2 km que dista desde el
centro de Karlovac, es una tarea ardua, en plena canícula, si no fuera
porque el mariscal francés Viesse de Marmont hizo plantar en 1808
plátanos orientales en todo el trayecto, que dan una refrescante sombra
al paseo y por ello le estuve muy agradecido el otro día cuando hasta
aquí llegué.
Claro que la subida al castillo desde la planicie es harina de otro costal. Resulta casi penitencial y tal vez por ello han construido un viacrucis junto al empinado camino y la pequeña iglesia barroca colindante.
Aún será preciso subir muchos más escalones si se quiere tener una vista completa desde tan singular atalaya, que resistió todos ataques del paso de los tiempos.
Desde arriba me pareció ver a lo lejos otro castillo en el llano
pero no: se trata de una fábrica la que han dado tan singular aspecto.
En el patio del castillo uno se encuentra con una pequeña sala de
conciertos y signos inequívocos de que durante el último de ellos corrió
la cerveza a raudales que por eso en Karlovac fabrican una de las
mejores de Croacia y, además, la fábrica está a los pies de este
castillo.
Con tan refrescante vista pongo pies hacia Karlovac y su estación ferroviaria porque debo tomar un tren de vuelta a Zagreb.
La cosa no resultaría tan sencilla porque el tren para el que tenía
billete llevaba retraso a causa de las obras de la vía. Incluso varios
mercantes esperaban estacionados a que hubieran liberado el cantón hasta
Moravice para reemprender la marcha. En una insólita demostración de
servicio, la taquillera me busca varias veces por andén para darme las
novedades a sabiendas de que no iba a entender los avisos de megafonía
en croata. Primero fueron 10' y luego se prolongó hasta una hora la
demora, por lo que me devolvió parte del importe del billete y me
recomendó que tomara un regional a Zagreb que aparecería antes de mi
tren directo.
Y así me volví a Zagreb. El viaje hasta Rijeka sería tarea de otro día y así lo hice.