Como toda Polilla (Zahari
Baharov) nuestro protagonista tiene una perversa atracción por la
luz, por eso verse libre de la prisión puede no ser más que el inicio de
su camino hacia el fin. De hecho su compañero de celda el clarividente
Van Wurst (Mihail
Mutafov) prefiere morir sobre su camastro antes que salir sin
esperanzas de la celda, dejándole como última herencia ese ojo de
cristal con el que este Tiresias presidiario contempla la vida como el
androide de "Blade runner" en su cornisa particular. De él aprende
Polilla a mirar a ese cielo que cae a plomo sobre el hombre para juzgar
su imperfección y la estructura panóptica de una sociedad, la de una
Bulgaria sometida al régimen comunista, donde como en la cárcel Modelo
de Barcelona no hay modo de escapar a la mirada omnisciente de los
carceleros. Polilla se ha hecho a la supervivencia, aunque el recuerdo
de Ada (Tanya
Ilieva) a la que amó fuera de su encierro permanezca intacto; su
tatuaje en las axilas, esa mujer espatarrada quizá sea el consuelo
perfecto, porque como bien le explicaron en el mercadillo caer en las
redes malignas de la fornicación es estar dispuesto a sucumbir. Una
práctica en la que se ejercitaba con aquella colegiala de trenzas y
boina que lo conquistó y a la que sedujo gracias a sus dotes como
boxeador -¡entenderán lo excitante de tan sudorosa lucha cuerpo a cuerpo
para ellas!- hasta que un embarazo imprevisto lo saca de la lona a él y
la aboca a ella a ponerse a servir en casa de un rico joyero y más que
discutible castrado que observa con precaución el falo imposible de una
estatua africana que esconde un secreto.
El protagonista de Zift, Polilla, al fin y al cabo es un desgraciado, un pobre muchacho de la calle impregnado de toda esa resinosa materia, esa pegajosa mierda que es la vida, desde los callejones en los que se revuelca con Ada, sin importarles los excrementos, arrastrados por la insoportable presión de consumar su pasión, el asfalto bituminoso que los más desarrapados mastican y que él pisa al abandonar las rejas. Su primer encontronazo con una realidad que no difiera mucho de la tortura en la cárcel le lleva a esa casa de baños en las que nos salpicamos con él, como si se tratase de una prolongación de su condena al encontrarse de nuevo con Babosa (Vladimir Penev), cómplice del robo de un diamante y ahora aupado por el régimen a hombre poderoso, quizá por esa habilidad de arrastrarse.
Igual que el macho de la mantis, apodo de su chica, Polilla se sabe
solo, porque en su transitar por las calles de Sofia es un moderno
Leopold Bloom, desconcertado por lo mucho que ha cambiado ese tiovivo
del que se apeó, -o no, visto el tratamiento de constante analepsis y
prolepsis escogido por el director-, acusado de un crimen que no había
cometido, y en busca de su particular Molly, que logró su maternidad
para perder luego a su hijo aquejado de tétanos, la enfermedad de los
que sucumben a la peligrosidad diaria de la vida. Alguno como su
frustrado torturador, trapo de vinagre en mano para las heridas a flor
de piel, compañero de barrio, llegó a marcar su cuerpo con una
Blancanieves y sus siete enanitos para señalizar su fortaleza, demostrar
la hombría en una comunidad que rechaza al débil. Javor
Gardev a través de la historia de Vladislav Todorov, guionista de la
película también, va desmontando con el enajenado tránsito de este
perdedor todas las fachadas de luz de una sociedad falsamente redentora.