El combate con uno mismo, frente a las presiones, frente a las
tentaciones, frente al propio miedo. Apuestas cada vez más desquiciadas
que el jugador afronta con la valentía de seguir, avanzando en el camino
del que no mira atrás, porque el retorno está minado por la propia
conciencia. Todos nos manchamos los dedos, llegado el momento, con la
grasa del sufrimiento ajeno, disfrutamos observando los riesgos que
asume y la desesperación que le mueve a actuar de aquella manera. Nos
hace sentirnos reconfortados su dolor, aunque sólo se exprese como una
posibilidad incierta, pues supone afianzarnos en que nuestra situación
es la de una mayor estabilidad. Su angustia es la nuestra, trasladada,
escenificada, pero al mismo tiempo alienada, y por tanto salvífica,
porque mientras es otro el que aprieta el gatillo contra la sien
nosotros adquirimos la certidumbre de que nuestras pocas o muchas
pertenencias, nuestro mundo no está inmerso en esa filosofía del
miserable que ha perdido todas las ataduras y suelta el lastre de la
vida.
La del ruletista es una metafísica teratológica, burlona, que no repara en tentar todas las suertes, sin otro destino que el ponerse a prueba una y otra vez.
La escenografía del ritual cuenta, porque como las dictaduras pasa de los arrabales, de las insalubres cavas clandestinas a copar los salones más elitistas y sofisticados, en los que la clase dirigente ha asumido que la tortura y el sufrimiento es un espectáculo sin otra trascendencia, donde se vive el vértigo del dolor del otro, porque el espejo de su humanidad no nos traspasa y se desdibuja al quitar el foco de él.
Hasta que el escenario se hace evidente y el ruletista, personaje carismático de este totalitarismo de emociones controladas y a la vez desatadas, nos lleva al matadero para ilustrar de manera plástica los silencios de esa masa cómplice, expectante por ver la conclusión del drama, marginando completamente la desazón de ese rostro humano al que la exclsuión del régimen ha transformado solamente en una diversión grotesca y perversa consistente en esperar ese clic, promesa de una muerte que no será o sí con la insana satisfacción de que la plasticidad de ese cerebro empapando la pared nos devolverá un puñado más de vida. La demostración de que no es necesario el acoso para atrapar a la presa o para simplemente hacerla sentirse acorralada, sacando toda su animalidad. Cada uno alberga dentro de sí el germen de sus peores monstruos.
El ruletista. Mircea Cărtărescu. Traducción de Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta. Madrid, 2013. 64 páginas